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jueves, 9 de abril de 2020

Nepal

Los Monasterios Tibetanos son algunos de los lugares que más ansío ver en este viaje. Y cuando digo ver, me refiero a sentir, disfrutar, interiorizar. Cantos budistas y el Himalaya como telón de fondo.

Itinerario: Kathmandú, Baktapur, Pokhara, Annapurnas.
Fechas: 11 de octubre - 20 de octubre de 2016.
Libro recomendado: "Canon Pali: Tipitaka." 500 a.C.
Canción: "I see the light" O.S.T. Tangled.





KATHMANDÚ
- Baktapur, Patán, Boudhanat -


   Nepal ha supuesto un punto y a parte en mi viaje. He tenido la mala (o buena) suerte de llegar justo el día en que los nepalíes celebran su fiesta religiosa más importante del año, he llegado en su "día de Navidad". Esto significa que la ciudad entera duerme, que los taxis, restaurantes y comercios están de descanso y que mi primera impresión es oscura y desangelada. Decido dejarlo por hoy e irme al hotel a descansar.

A la mañana siguiente me despierta el olor al té masala más rico que jamás he probado, y del otro lado de la ventana una señora hace sus rezos e invocaciones matutinas agitando alegremente una campanita. Ya con mejor humor, cojo fuerzas y salgo a pasear y a ver cómo luce la ciudad a la luz del día. Llego a la plaza Durbar, donde están los templos que tanto ansiaba ver, pero cuál es mi sorpresa al ver que hoy es el día grande de sus fiestas y la plaza está a punto de ser teñida con la sangre de varios animales, entre ellos gallos, ovejas, cabras y conejos. 

Miro a mi alrededor y veo suciedad por todas partes, las aceras  están atestadas de basura tanto de comida putrefacta como vidrios, plásticos, neumáticos... A los pocos minutos reconozco algo a lo que no voy a poder acostumbrarme: los nepalíes (hombres, mujeres y niños) tienen la costumbre de escupir todo el tiempo, emitiendo un sonido bastante fuerte que hace que se te levante el estómago, y además lo hacen en todos lados, incluso pasando por el lado tuyo. 
El olor que hay en el ambiente es perturbador, el ruido se te mete en la sien: motos, coches tocando el claxon a cada instante, gente gritando, vacas mujiendo en medio de la calle y hordas de "guías turísticos" que te ofrecen taxis, tours, restaurantes y joyas. Te persiguen, te preguntan de dónde eres, cuánto tiempo vas a estar, en qué hotel te quedas... Y de poco sirve sonreír y dar las gracias, ellos te seguirán persiguiendo hasta que vean otra presa aún más fácil. Además tienes que regatear por todo. Entiendo que regatees por un vestido o una pulsera, pero cuando se trata de comprar algo tan simple como una botella de agua o coger un taxi, automáticamente te ponen más del triple del precio real por el mero hecho de ser blanca. Para ellos somos oficinas bancarias con patas, lo cual me parece terriblemente injusto y perturbador. 

Y en este escenario paso la mañana rodeada de sangre, olores, ruidos y conversaciones interesadas. Llega un momento en que no puedo más, empiezo a agobiarme, a sentirme desamparada y con ganas de llorar ante la impotencia de estar en un sitio así. Miro a mi alrededor y me veo sola, y quiero gritar y salir de allí cuanto antes. Entonces ocurre el milagro de Nepal: de la nada aparece un señor anciano de vestiduras naranjas y dientes marrones que me toca el hombro, me sonríe y me estruja una flor en la frente, dejándome el famoso bindi o punto rojo hindú entre ceja y ceja. Me vuelve a sonreír, calmado y sereno, y sin mediar palabra continúa su camino. 

Y de pronto me siento bien. Y todo a mi alrededor se difumina y aquellos templos lejanos se vuelven nítidos y sus campanitas me recuerdan que les debo una visita. Y descubro que son remansos de paz fuera del agitado y maloliente estruendo exterior. Quizás estos templos no son tan bellos como esperaba puesto que todos sufrieron el terremoto del año pasado. Este país intenta salir de sus propios escombros, pero no tienen los recursos necesarios para hacerlo así que cada uno se busca sus mañas para salir adelante. Algunos templos están apuntalados, otros cubiertos con chapa, otros con una señal de peligro de derrumbe... otros muchos han desaparecido entre las ruinas. Pero la magia sigue intacta, y los dioses siguen felices porque vayan a verles y a ponerle flores en medio de tan desoladora ciudad.



Decido hacer un alto en el camino, tomarme un masala y diseñar un plan. Le doy vueltas al mapa y descubro varios puntos clave en mi visita, tales como el Templo de los Monos, la stupa Tibetana de Boudhanath, la cercana Patán y la medieval Baktapur. Recorro poco a poco estos lugares con tranquilidad, huyendo en parte de esa primera sensación que este país me produjo, aislándome del ruido y la basura, intentando refugiarme en aquellos místicos remansos de paz. 
Y así paso los días, dando vueltas a las stupas (son unos templos circulares budistas los cuales tienes que rodear mientras meditas, reflexionas o simplemente paseas) oliendo a incienso, poniendo flores y juntando las manos mientras los ojos de Buda observan tu caminar desde lo alto de las distintas construcciones.


La stupa Boudhanath es conocida por ser la más grande de Asia y está regentada por monjes tibetanos que paran ahí desde hace siglos antes de emprender su viaje a Tíbet. Mientras la rodeo absorta en mi mundo y mis pensamientos, un monje se me acerca y me dice: "Vamos, tienes que ir hacia arriba para poder ver la rueda de la vida. ¿Subes?
La magia de Nepal vuelve a aparecer en medio de cornetas y cantos sobre una nube de incienso y pétalos de flores. 

Y así, poco a poco me voy acostumbrando a este lugar y a sus gentes, y cada vez me siento mejor, más feliz y agradecida. Una de las mejores cosas de Kathmandú es la familia que me recibe en el hotel donde me hospedo. Son cercanos, cariñosos y amables, me paso las tardes conversando con la señora de la casa mientras sorbemos una tacita de masala. Ella me habla de la comida nepalí, yo le hablo del aceite de oliva, reímos y encontramos cada una a la amiga perdida que a veces necesitamos en la otra. 



POKHARA
- Kande, Dhampus, Annapurnas -


Entonces decido que es hora de ver los Himalayas de cerca, de cumplir el sueño de mi madre y sentarme a contemplarlos. Me voy a Pokhara en un autobús que tarda más de ocho horas en recorrer poco más de 200 kilómetros. La carretera apenas está asfaltada, es todo polvo y el camino es tan angosto y estrecho que no caben dos vehículos a la vez, por lo que tienen que irse cediendo el paso cada pocos metros. 
¿Lo mejor del camino? Las paradas. Bajas del autobús y ves el río Seti, cuyas aguas fuertes, bravas y heladas descienden de las mismas entrañas de los Himalayas. Aquello que me dijo el monje empieza a cobrar sentido: estoy a más de 1.400 metros sobre el nivel del mar. He saltado del fondo del océano al techo del mundo. Por primera vez soy consciente de dónde estoy. Los Himalayas despuntan helados para recibirme con una brillante sonrisa. 



Por la tarde llego a Pokhara, con el mismo caos y el mismo ritmo que Kathmandú, quizás un poco más sereno... quizás la serena sea yo. Me voy al lago Phewa a ver el atardecer que baña el valle de rosas cálidos, celestes cielo y una ligera y blanquecina niebla. Cierro los ojos y bato las alas con el águila que me sobrevuela y acompaña desde que comencé mi viaje. 
Me esperan unos días donde subiré a intentar rozar el Annapurna con los dedos. No tengo demasiado tiempo, no puedo hacer una excursión de dos semanas como hace aquí la gente, pero con estos días podré tener una primera impresión y un recuerdo perpetuo sobre estas lámparas de la tierra, aquellas que adornan los cielos y coronan el mundo. 


El primer día de trekking es una verdadera odisea: empiezo a las 5 de la mañana cogiendo un barco a remo, cruzo el lago para subir y subir y subir hasta llegar a la cima de la montaña donde está la World Peace Pagoda y una preciosa primera vista del Anapurna. El camino está húmedo y me resbalo varias veces, me pierdo y me meto por error en una casa perdida allí en medio tras seguir un sendero equivocado. Vuelvo sobre mis pasos y sigo subiendo hasta que a media mañana alcanzo la pagoda. Respiro, descanso, miro a los ojos entreabiertos de aquel Buda que contempla el lago para volver a bajar por la cara opuesta de la montaña, esta vez dirección a unas cataratas conocidas como "del diablo" y una cueva donde se encuentra una estalagmita consagrada como lingam, uno de los atributos que representan a Shiva. Termino el día comiendo en un campo de refugiados Tibetanos, escuchando sus cantos y quedando hipnotizada con sus mandalas de arena. 



El siguiente trekkingg es un poquito más duro pero también el más especial de todos. En esta ocasión tengo que trasladarme hasta Kande en bus, para comenzar la subida hasta el Australian Camp. De ahí tomas la ruta de los Annapurnas y subes hasta encontrar Dhampus. El camino es complicado, con agua entre las piedras, con rocas que engañan y angostos caminos. Poco a poco subes rodeada de todo tipo de sonidos, esta vez son pájaros, insectos y vida que prolifera a tu alrededor. Ya no hay coches ni basura, ahora eres uno con la naturaleza cuyo camino lo marcan piedras plateadas que brillan con el sol, haciéndome sentir una Dorothy moderna camino a Oz. El camino no es amarillo, mis zapatos están llenos de barro y no tengo a un león como compañero... pero el sendero de piedras plateadas no tiene nada que envidiarle.

Subes, subes, subes y subes un poco más. Miras hacia abajo y te mareas, miras hacia arriba y te maravillas. Y te paras en un riachuelo y te echas agua. Y bebes la que queda en tu botella, y te la acabas echando por la cabeza. Y te vuelves a resbalar, y te sientas sobre una piedra y escuchas el latir de tu propio corazón, contento y con fuerza, entusiasmado por la aventura. Y sigues subiendo y piensas que si te caes y te matas no encontrarán tu cadáver hasta varios días después, e incluso ves el titular en las noticias. Das una vuelta y descubres la otra cara de la montaña, con los picos nevados asomando tímidos por entre las nubes. 

Ya estás más cerca. 

Y de pronto escuchas gente hablando, ves una gallina, una vaca, una casa... aceleras el paso y entonces descubres que has llegado. Y ves un cerro vacío, enmarcado con el mejor paisaje que has visto en tu vida. Y corres, y ríes, y te tiras al suelo mientras descubres que está mojado y que pareces una cerda en el barro. Y te da igual. Y miras al cielo y piensas de nuevo en tu madre, y la ves de pronto ahí contigo, sentada a tu lado, las dos mirando los Himalayas. Y sonríes porque lo conseguiste. Y eres feliz. Y te das cuenta que éstas son las cosas que importan en la vida, que éstos momentos te hacen más rica que un sultán. Y sigues sonriendo durante el resto del día hasta que cae la noche y tú con ella, rendida, cansada, y con una sonrisa perpetua. 



Paseo esa misma sonrisa el resto de días por entre los dorados campos de arroz, por entre las lejanas y azules montañas, por el verde lago que refleja las maravillas que acontecen sobre su cabeza. Son días donde vuelvo a encontrarme en sintonía conmigo misma. 



Días donde reflexionas y recuerdas palabras de otros viajeros mientras ves mujeres nepalíes amamantando a sus bebés y hombres cargando cestas con su frente. "Somos distintos" me decían una vez. "La igualdad no existe, porque no estamos diseñados así. Las mujeres no saben aparcar un coche del mismo modo que los hombres no saben hacer dos cosas a la vez. Por supuesto que hay mujeres que conducen mejor que los hombres, por supuesto que hay hombres que no hacen dos sino cuarenta tareas al unísono. Pero no se trata de eso. Se trata de que cada género tiene unas cualidades, unas virtudes diferentes que hacen que nos complementemos. Estamos hechos para ser distintos y para encajar como piezas de ensamblaje. Para formar un equipo, un tándem." Entonces pienso en el matrimonio que regenta mi hotel en Kathmandú: ella prepara el desayuno mientras él hace el check-in. Ella es buena en la cocina y él con los números, y forman el tándem perfecto. Si fueran iguales y cocinaran genial, el negocio se hundiría por no llevar bien las cuentas. 

Y así vuelvo a la teoría que me contaron en México. Somos seres únicos y completos, pero si encontramos esa pieza que encaje en nuestro conjunto completo, seremos capaces de llegar aún más lejos y ver cosas que por nosotros mismos no alcanzamos a mirar. Vueltas y vueltas y tan sólo llevo dos horas en el autobús de regreso a Kathmandú. Día interminable que se acaba resolviendo con mi llegada al hotel y el reencuentro con aquella familia que tan querida es ahora para mí. Están preocupados porque ya estaba tardando más de la cuenta. Me reciben con la mejor habitación y con un aún mejor abrazo de bienvenida. 



Cada país que dejo se queda con un trocito de mi corazón, y me voy con lágrimas en los ojos por todo lo bueno que me han dado, por todo lo que he aprendido en este lugar. Mi último masala, un deseo de volverles a ver y un último abrazo hacen que mis últimas horas en Nepal estén llenas de emoción. Acaban de abrir el check-in en el aeropuerto de Kathmandú. 
Mi vuelo a India me espera y me siento preparada. Namaste.

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