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jueves, 9 de abril de 2020

Italia

Finalizo mi vuelta al mundo volviendo a casa, a Europa, a mi familia en Navidad. En este caso tendré una visita muy especial, estaremos entrando en diciembre, y visitaré todo el sur de Italia, centrándome una vez más en las culturas antiguas, este caso la magnánima Civilización Clásica de la mano de ese museo del tiempo llamado Pompeya.

Itinerario: Roma, Nápoles, Pozzuoli, Pompeya, Herculano.
Fechas: 29 de noviembre - 9 de diciembre de 2016.
Libro recomendado: Las Metamorfosis, Ovidio. Roma, año 8 d.C.
Canción: "What we are" de Kip Winger.





ITALIA
- Roma, Nápoles, Pozzuoli, Pompeya, Herculano -

  
   Vuelta a Europa: Después de estar casi seis meses de verano de pronto en unas horas entro de lleno no sólo en el invierno sino también en la Navidad… Roma me recibe de noche y con un viento frío del norte que me hace añorar aquellas tierras lejanas y tropicales.

Pero el frío me dura poco pues mis anfitriones Napolitanos me esperan y me abren las puertas de su casa como si fuera de la familia. Una cama caliente, una ducha reparadora y una comida exquisita me hacen darme cuenta que tras mucho caminar, por fin he vuelto a las comodidades de occidente. Pequeños detalles como abrir la boca bajo la ducha, usar ropa de abrigo, conexiones a internet por todas partes o secarme el pelo con secador hacen que me sienta un poco más yo de nuevo. Aunque parte de mí echa de menos ese deambular por el mundo en un tren mugriento, soportar un clima con 90% de humedad… playas vírgenes, templos secretos y caminos de arena que no llevan a ninguna parte conocida por el hombre pero que hacen que descubras facetas tuyas hasta ahora en penumbra.

Con estos sentimientos encontrados me voy a dormir, estoy exhausta y el jet lag no tarda en aparecer. Me está costando volver al ritmo europeo más de lo que pensaba. Cierro los ojos y me veo otra vez en aquella playa, en aquel desierto, en aquella selva. Andando descalza, sin preocuparme por mi aspecto o mi ropa, siendo quizás un poquito más libre.


A la mañana siguiente descubro unas calles repletas de gente con prisa, demasiada prisa tal vez para estas horas de la mañana. Pero no es su tiempo lo que cautiva mi atención sino sus rostros. Miradas cabizbajas, comisuras torcidas, manos en los bolsillos. Y entonces vuelven a mi memoria aquellas miradas inocentes, oscuras y aceitunadas de personitas pobres en lo material pero increíblemente ricas en cuanto a su interior. Aquellas miradas eran más limpias, aquellas sonrisas eran más sinceras…


Este viaje me ha enseñado a sonreír con los ojos, a no temer a la gente y a expresar lo que siento aunque esto último sea la lección más dura de todas. Me cuesta un abismo afrontar ese sentimiento de vulnerabilidad que supone decir lo que tu cabeza (y tu corazón) susurran a voces dentro de ti. Lo mejor de todo es descubrir que ahora soy capaz de ello, y que aunque me cueste, merece la pena sentirse de este modo, expresarse con el corazón en la mano porque ¿qué más da? ¿acaso tienes algo que perder? Aún así, algunas cuestiones se me siguen atravesando en la garganta… iremos pasito a paso.

Los días trascurren, cortos y fríos, y mi abrigo y yo caminamos entre ruinas. Esta vez son más cercanas, más familiares, pero no por ello menos impresionantes. Decido conocer y recorrer las calles de una de las culturas más grandes de occidente: la Roma Imperial. Para ello, dos ejemplos perfectos que surgen como una máquina del tiempo invitándome a comenzar un bello y fascinante viaje. Hablo de Pompeya y Herculano.

Ambas ciudades fueron involuntariamente congeladas en el tiempo debido a la inesperada erupción del volcán Vesubio en el año 79 a.C. Es por ello y gracias a este horrible suceso que han llegado hasta nuestros días en un estado increíblemente inmaculado. Así ves cuerpos intentando protegerse de la lava, calles empedradas, casas de dos pisos aún en pie, vasijas, instrumentos y pinturas de vivos colores en las paredes de unas casas por las que los años jamás pasaron.


Ando sus calles casi desiertas (la navidad se acerca y los visitantes prefieren quedarse en la ciudad moderna haciendo compras, dejándome amablemente ser la protagonista de este cuento) y siento escalofríos pues aún oigo los gritos de terror de sus habitantes ante el inevitable acontecimiento. Entro en sus casas y toco con disimulo sus muros, sus pinturas y sus suelos cubiertos de mosaicos. En los bares veo las jarras de cerveza, en las calzadas las huellas de los carros, los instrumentos del herrero y hasta los prostíbulos. Después de todo, las cosas no han cambiado tanto. Nos creemos más listos, más preparados, más racionales… vivimos en una absurda burbuja de egocentrismo que no nos deja ver más allá de nuestras pertenencias materiales.

Me siento en la acera, cierro los ojos y siento el calor de los rezagados últimos rayos de sol de la tarde que, tímidos y somnolientos, besan fugazmente mis mejillas cortadas por el viento del norte. Y ahí me quedo, y escucho de nuevo a sus gentes comprando verdura, a sus niños jugando y a sus muchachos discutiendo por ver quién es el más fuerte mientras las niñas vestales pasan de puntillas con la cara sonrosada y la mirada tímida. Siento la vida que un día recorrió estas calles hace ahora dos mil años.



Mis reflexiones siguen dándome la mano en este viaje, quizás ahora con más fuerza puesto que ya atisbo el final de mi aventura. La hora de llegar a casa se acerca, pero antes voy a andar sobre el cráter de un volcán, concretamente el Solfatara en Pozzuoli. El olor a azufre es casi insoportable, pero una experiencia así merece la pena ser vivida. Todos los sentidos se ponen en alerta máxima: el olfato es el rey pero le sigue de cerca el tacto, un tacto cálido que sale de las entrañas de la tierra y llega hasta mí en forma de fumarola - o nube de vapor - que riega todo el volcán. Tras él, la vista se agudiza y te permite contemplar raíces de árbol respirando fuera de la tierra, las flores infinitas y perfectas que forma el azufre, el blanco polvoriento de la tierra ceniza que cubre el volcán, esa sensación de andar en la luna.



El reloj de arena apenas sostiene ya un par de gramos, ha llegado la hora de volver a casa. Paseo por última vez las calles de Roma cuando de nuevo la dualidad me persigue: quiero volver, echo de menos a mi familia, a mis amigos. Quiero darme un baño de agua caliente, quiero ponerme un pijama limpio y abrigadito para dormir, quiero comer una tostada con jamón y aceite, quiero abrazar a mis sobrinas, quiero pintarme las uñas… pero por otro lado ésta nueva Miriam quiere darle a vuelta a ese reloj de arena una vez más y volver a bañarse en un cenote o tumbarse en una hamaca en Tulum, quiere bucear en Gili, quiere coger más piedras plateadas del Himalaya, quiere dormir otra noche en el desierto, quiere empaparse de nuevo en la selva… quiere seguir recorriendo el mundo.

Sin duda esto no es un punto final en mi camino, es tan sólo un punto y aparte. Un pequeño receso antes de planear la siguiente aventura. Es hora de recapitular, de asimilar todo lo aprendido, lo vivido y sobretodo lo sentido en estos últimos 101 días. Hoy me considero un poco más adulta pero más niña de nuevo y a la vez. Me siento orgullosa de lo que he logrado, me siento capaz, valiente y luchadora. Pero a la vez me siento pequeña e insignificante. Me siento afortunada por lo que tengo y por lo que soy. Me siento capaz de seguir venciendo obstáculos, capaz de empezar de nuevo, capaz de sentir sin peros ni por qués, capaz de renacer una vez más, capaz de ser yo misma, capaz de amar y de sonreír como hacen los indios, con los ojos y con el alma al descubierto sin importarme ser de nuevo vulnerable, pues será un síntoma del don más preciado que tenemos los seres humanos: nuestra propia vida, nuestra alma, nuestro ser.


Ha llegado la hora de que esta Valquiria vuele de nuevo, esta vez rumbo a casa para descansar y coger fuerzas para ponerse de nuevo en marcha, porque Nada es Constante Excepto los Cambios.

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