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jueves, 9 de abril de 2020

Japón

Japón nos espera colocando un manto blanco para que al llegar nos sintamos como reyes. Porque no todo el mundo tiene el privilegio de encontrarse con un Kioto nevado, ¿verdad?

Itinerario: Tokio, Kioto, Himeji, Nara, Nikko, Tokio
Fechas: 30 de enero – 12 de febrero de 2018.
Libro recomendado: Sintoísmo: la vía de los Kami. Sokyo Ono, Ed. Satori 2014.
Canción: Banda sonora de Ponyo, película animada de Studio Ghibli.








‘Japón es una chica con kimono, en un templo, bajo un cerezo en flor, haciéndose un selfie con su flamante móvil nuevo’.

Jamás vi un país con un nivel de contrastes tan alto. Normalmente viajas a lugares más o menos avanzados, con un sentido de la tradición más o menos profundo, pero nunca he visto ambos conceptos aunados, hermanados - y que de hecho funcionen - viviendo en comunión uno con otro y desarrollándose mutuamente. 

El japonés es una persona tecnológica, con inventos que nosotros no podemos ni imaginar y que ellos sin embargo utilizan a diario como parte de su rutina. Pero también es una persona con un sentimiento de la tradición profundamente arraigado, que incluye las visitas al templo en su ajetreada agenda del día. Son ordenados, disciplinados y serios pero a la vez de carácter amable, servicial - Samurai significa literalmente el que sirve - y muy simpáticos. Son sorprendentemente altos, con un pelo fino pero espeso, una piel blanca y lisa y una forma de vestir impecable, tanto si van a la oficina como al gimnasio. Cuidan su apariencia al milímetro, y este gusto se hace extensible a sus casas, sus lugares de trabajo y sus vidas. No vas a ver un lugar más limpio, ordenado y atractivo para los ojos que el país nipón.

Con estos "cuidadores" tan eficaces, no es difícil que Japón se nos meta en el corazón y quede guardado en nuestras retinas para siempre. Las ciudades son acogedoras y seguras, los transportes funcionan al segundo, la comida es exquisita - y barata - sus tradiciones y templos están abiertos al mundo. Aunque he de reconocer que esta apertura de Japón es algo reciente - siglo XIX - y algunos aún te miran de reojo, pensando que no eres más que un demonio blanco. Lo bonito es, una vez más, que no te lo demuestran abiertamente sino que en lugar de mirarte mal, te regalan una sonrisa. 

Pero vayamos desgranando paso a paso qué esconde el Gran país de las ocho islas, siempre por supuesto bajo mi juicio y mirada - recuerda que las verdades absolutas no existen -




TOKIO
– Asakusa, Chiyoda, Shibuya, Nakano, Ueno, Shinjuku – 


   Tokio es nuestro puerto de llegada durante una fría y nevada mañana de invierno. El año nuevo acaba de abrir sus ojos, aún está en pañales, y allí que vamos nosotros a recorrernos medio mundo para llegar a este conjunto de islas mítico y conocido, pero no del todo comprendido. Un par de días antes de nuestra llegada advertimos por la televisión que Japón tiene sobre sí una tormenta de nieve como no se veía desde hacía décadas. Como preludio de nuestro viaje, el telediario nos regala imágenes inéditas de cerezos nevados, templos blancos y monjes andando entre el hielo. Esto como aperitivo, para que veamos lo que nos espera al llegar.

Nuestro primer destino es un hotelito modesto al lado del Templo de Asakusa, el cual vemos desde la ventana mientras fuera cae una importante nevada dejando todo teñido de blanco. 


Pero los días de llegada son siempre agotadores entre escalas, transfers, maletas (y eso que viajamos ligeros como siempre), mapas y ese entrañable jet lag que te acompaña donde quiera que vayas. Por eso el primer día nos limitamos a comer ramen e ir a visitar un Asakusa empolvado con nieve. 

Créeme cuando te digo que por mucho que te guste ir a comer al restaurante japonés de tu barrio, jamás habrás probado la comida japonesa hasta que no llegues a Japón. - Aquí digo lo mismo que con Italia: no sabes lo que es una pizza hasta que comes en Roma, o en Nápoles, o en cualquier trattoria perdida de la toscana.- Pues lo mismo pasa con la comida japonesa, con el ramen en concreto. Tiene un sabor deliciosamente particular y no se parece a nada que hayas probado antes, no tiene un sabor que los occidentales podamos clasificar. Siempre oí hablar a mis colegas viajeros de lo exquisito de la cocina nipona, pero ciertamente no digo que sea peor ni mejor, es simplemente diferente, con un sabor al que “te tienes que acostumbrar”. Yo podría comer tortilla de patata a diario sin cansarme, en cambio al sexto ramen empiezas a mirar otro tipo de cosas. He de advertiros también que si como a mí, no os gusta el pescado, este es sin duda un mal país para vosotros (gastronómicamente hablando claro está) puesto que TODO lleva o sabe a pescado, y no a un bacalao o algún pescado blanco suave. No, todo sabe a pescado azul. ¡Advertidos quedáis!

Aclarado este punto, vayamos a lo que hemos venido buscando: templos. 

Tal y como hacía referencia en la introducción, Japón es un país distinto a todo lo que puedas pensar. Es cierto que los hindúes adoran a muchos Dioses, sean de acá o de allá, es cierto que nosotros tenemos Santos y Mártires para aburrir a las ovejas, cierto que a Hollywood le gusta fusionar religiones como si fuese un cóctel… pero es sin duda en Japón donde los panteones conviven con más armonía. ¿Por qué es eso? Te preguntarás. Muy sencillo: porque no hay panteón. A todos nos suenan los términos Zen, boddhisatva, nirvana… pero ya la cosa se pone turbia cuando hablamos de los Kami. El Japón más antiguo y ancestral siempre fue sintoísta, pero con las guerras y los extranjeros llegó el budismo de china. Es por ello que sus templos sirven a ambas religiones hasta el punto de fusionarse tanto que no puedes distinguir muy bien uno del otro. 

Lo más curioso es que ambas religiones o creencias son, a mi parecer, un poco antagónicas. El budismo cree en el Samsara o reencarnación, tiene a Buda que es lo más parecido a un Dios nuestro, tiene reglas, preceptos, pasos a la iluminación y hasta un óctuple sendero. En cambio el Sintoísmo tiene a la naturaleza, nada más y nada menos. 

El sintoísmo cree que todo ser vivo - sea persona, animal, vegetal, árbol, roca, agua o monte - posee un alma, un espíritu que guarda y permanece. Cada lugar, en cada rincón del mundo puede haber un ser, un Kami, que lo custodie. Así, los sintoístas van a aquellos lugares donde habita el espíritu para rezarle, pedirle o agradecerle. Puede ser una habitación, una montaña, un río, un árbol… hasta un espejo puede ser el hogar elegido por un kami. 

Más allá de eso, nada. No tienen Biblia, ni Corán, ni Vedas; no tienen Santos, ni Dioses todopoderosos que te premian o castigan, no tienen manuales de comportamiento, ni cielo ni infierno. Tan sólo tienen el libre albedrío - del que todos gozamos en mayor o menor medida - para que sus acciones sean las que hablen por ellos. Nadie les dice: tienes que ser bueno o irás al infierno. Ellos “pueden” ser malos, sólo que saben que si hacen mal, recibirán mal. ¿Recuerdas la ley egipcia del Talión? Pues es lo mismo: lo que des será lo que recibas: ojo por ojo…

Sabiendo esto, nos enfrentamos a los templos de un modo distinto. No esperes grandes ostentos, majestuosos complejos y figuras talladas y rebuscadas. Busca un claro del bosque, busca un árbol centenario, busca un pequeño techo de bambú, con adornos de papel, farolillos e incienso. Así tendrás una imagen de lo que digo.

Obviamente ese concepto, como todo en la vida, tiene salvedades y excepciones. En Japón verás templos dorados y rojos, magníficos y magnánimos, sinuosos… cada vez que veas un templo así, di para ti: chino. La influencia de China es enorme en Japón y en todo el subcontinente asiático, prueba de ello es la mezcla de la que hablamos. Pero si quieres encontrar la esencia del Japón más puro hazme caso, busca el espejo.

Por otro lado, dicen que los japoneses nacen sintoístas y mueren budistas. Esto es debido a la reencarnación. Cuando son jóvenes no se acuerdan de la muerte pero cuando llegan al otoño de sus vidas y sus días se acortan, necesitan otra oportunidad para seguir en este mundo. Y se hacen budistas, y tienen un sinfín de nuevas posibilidades. O eso creen.


Con estas pinceladas generales podrás hacerte una idea de lo que tengo guardado en mis ojos. O bueno, de hecho no, no podrás. Sólo si has estado ahí podrás saberlo porque una de las grandezas de Japón es que te sorprende cuando te enfrentas a él, por mucho que hayas leído, visto o estudiado al respecto.

Porque no son sólo templos. Son rascacielos, son calles estrechas, son luces y sonidos que te rodean y atrapan, es el consumismo más exacerbado y la paz espiritual más profunda. No puedo hablarte de Japón sin intentar que sientas todo eso en un mismo día. 

No puedo ordenarte el recorrido porque en sí mismo es una mezcla, un caos. 


Comenzamos el segundo día con fuerzas renovadas, decidimos comenzar la visita oficial yendo al Palacio Imperial. Digo yendo y no visitando porque el palacio, de hecho, no lo llegas a ver en ningún momento. Paseas por los jardines - que en nuestro caso estaban cubiertos de nieve - ves el puente, algún guardia, y nada más. El lugar es tranquilo, te da serenidad pasear por allí a pesar de la nevada que cae, pero no esperes una visita como si fueras al Palacio de Versalles. Ya te dije que Japón era diferente, ¿verdad?

El Santuario Meiji es un lugar que me sorprendió gratamente. No era una de mis opciones favoritas en un principio, pero una vez llegas al lugar, descubres por qué todo el mundo lo menciona. Un parque inabarcable con árboles centenarios y un Torii de entrada de varios metros, hecho en madera y una vez más, cubierto de nieve. No sé si oíste hablar de los torii anteriormente: son una especie de puerta o arco de entrada, una marca que te indica que estás entrando en un lugar sagrado. La tradición cuenta que el torii separa el mundo terrenal del espiritual, y que, si prestas atención, puedes notar ese paso de un mundo a otro. De pronto te sientes tranquilo, sereno, calmado… dejas fuera el bullicio de la ciudad para dirigirte a un remanso de paz en el cual los kami te bendicen y agradecen la visita. Vas a honrarles y eso les gusta.

Generalmente los torii suelen ser de madera, pero también los hay de metal, más o menos adornados, más grandes o más modestos… te hablaré de nuevo de ellos cuando lleguemos a Fushimi Inari, en Kioto - seguramente tengas una de las típicas imágenes de Japón en la cabeza, donde un laberinto naranja marca un sendero, con letras negras a los lados. Pues bien, esos son los torii de Fushimi Inari -

Como decíamos, el santuario se construyó en el siglo XX para honrar la memoria de uno de los emperadores más grandes que ha dado el país nipón, el mismo que abrió las puertas a occidente haciendo que Japón se pusiese de moda. Autores victorianos ingleses adornan ahora sus estudios con grabados japoneses, con muebles de madera de cerezo, incluso pintan escenas en un bucólico y exacerbadamente exótico Japón. Geishas, flores rosas, jardines de bambú y paredes de papel se introducen en el imaginario europeo popular. Los comerciantes traen mobiliario japonés, regalos dignos de reyes y en definitiva, el resto del mundo conoce por primera vez esta fascinante cultura que hoy en día sigue siendo objeto deseado por coleccionistas y artistas en general.

Pues esta decisión de apertura se la deben al emperador Meiji, y fruto de este agradecimiento viene este parque. Construcciones sencillas con un marco natural  que te deja sin aliento, un lugar para pasear y respirar a pocos metros del ruidoso y colorido Shibuya -el cruce más famoso del mundo.-


El tercer día o punto ineludible de Tokio -según mi criterio- es el Parque Ueno. Me gustan los parques en Japón porque no son sólo eso, sino que son el centro de la vida más tradicional de Japón: caminos verdes para dar largos paseos, templos, santuarios, animales e incluso rockabillies, museos, zoológicos, cafés, tiendas… todo ello conviviendo en paz dentro del parque. Ueno es un gran ejemplo de ello además, nos coincide con el fin de semana, hay un poco más de gente -siempre locales, vemos muy pocos turistas debido a la época del año que es- también ayuda que haya dejado de nevar, que el festival de la bienvenida a la primavera esté cerca y de que los primeros brotes del cerezo asomen tímidamente por entre sus peladas ramas. 

Los templos están repletos de operarios limpiando los suelos, poniendo cintas de colores, quitando la nieve y las hojas, incluso vemos a alguno pasando la aspiradora por la moqueta del interior del templo. Nosotros vamos perdiendo la vergüenza y cada vez nos acercamos un poquito más. Caminamos a la entrada, nos enjuagamos boca y manos con el agua para purificar, nos impregnamos en incienso y avanzamos hacia la campana. Damos un golpe tímido y seco, nos inclinamos, cerramos los ojos. Damos tres palmadas, nos volvemos a inclinar, pedimos a los kami que nos ayuden no sólo en el viaje a Japón sino en el viaje de la vida, que nos protejan, bendigan y cuiden. Les damos las gracias por ser tan afortunados de estar aquí en este momento. Nos volvemos a inclinar, damos un par de pasos atrás y nos vamos. Poco a poco te sientes cada vez más parte de esta cultura. Sencilla y serena.


Por la tarde y para rematar un día absolutamente perfecto, decidimos ir a la torre del Edificio Metropolitano - situada a 250 metros de altura - para sobrevolar Tokio mientras nuestros rostros se tiñen de naranja al contemplar la puesta de sol. Una luz cálida y tenue despide el día de nosotros, que cada vez nos hacemos más y más pequeños ante el mar que tenemos bajo los pies. La vista no alcanza a ver los límites de la ciudad, es como si estuvieras contemplando un mar bravo cubierto de edificios, y parques. 

Buenas noches Tokio, realmente no esperaba que me fueses a dar tanto, no esperaba que fueses tan amable y mucho menos que fueses tan hermosa.





KIOTO


Jamás vas a leer, ver o escuchar nada que te permita hacerte una idea real y convincente de lo que es Kioto. Jamás podré contarte lo inmensamente bello que es. Jamás podrás ni siquiera imaginarlo. Has de ir a verlo con tus propios ojos. No te hablo de un templo en concreto ni de un paisaje, ni de una casa de té; te hablo de lo que sientes cuando andas por sus calles, cuando formas parte de él aunque sólo sea por unos días. 

Kioto es como entrar en una obra de teatro, como meterte dentro de un libro de historia, como viajar con una máquina del tiempo hasta el Japón feudal de daimios y geishas.

Si conoces Venecia, sabrás (más o menos y salvando las distancias) de qué hablo. Es como teletransportarse a otro mundo, a un pasado remoto otrora cercano y vívido como en el mejor de tus sueños.


Tras un par de horas en tren bala llegas a Kioto desde Tokio. Nosotros llegamos para salir corriendo a ver aquello que nos tenía tan enamorados sin ni siquiera conocerlo. Y efectivamente, no sólo alcanzó nuestras expectativas sino que las superó con creces. 

Empezamos a recorrer sus calles, a embelesarnos con sus paisajes de flor y agua. Y optamos por empezar con un plato fuerte: el Templo de Kiyumizu dera. Este templo data del 778 y debe su nombre (Kiyumizu dera significa el templo del agua pura) a las cascadas que existen en el complejo, las cuales bajan de las colinas cercanas. Es uno de los templos más fotografiados de Japón, candidato a ser una de las Siete nuevas maravillas del mundo moderno. Está construido enteramente en madera, sin un solo clavo, y aunque dentro del complejo existen varios santuarios, uno de los más destacados es el dedicado a Okuninushino-Mikoto, un dios del amor y los buenos matrimonios. 

La sala principal contiene un balcón que da a un precipicio de unos 15 metros sobre el cual “cuelga” dicha sala, creando una sensación de levitación muy impresionante. Y por supuesto con un paisaje increíble. Es por esto que todos los visitantes corren a asomarse a este balcón, cuando a mí lo que realmente me impactó fue la sala escondida tras el bosque de columnas: una tímida campana te descubre que efectivamente allí hay algo. Para entrar tienes que descalzarte (cosa nada sencilla cuando afuera nieva) pero aún así y una vez perdidas tus constantes vitales, lo haces y entras de puntillas. Lo que ves -o más bien sientes- en ese recinto es una de las sensaciones más bellas que he sentido en Japón (te contaré un total de dos o tres). La luz es tan tenue que necesitas unos momentos para acostumbrar la vista y comenzar a vislumbrar el interior, el aroma a incienso traspasa cada poro de tu piel, la campana golpeada por la madera junto al crujir del suelo te transportan a algo fuera de este mundo. Y de pronto empiezas a ver: esculturas de madera de más de 1.300 años se entremezclan con el incienso en la penumbra. Boddhisatvas que se funden con la madera del templo, oscuros pero llenos de luz, una claridad densa que aparece de la nada y que inunda el lugar cubierto de pequeñas velas. Y dejas de sentir tus pies y comienza a recorrerte un bonito escalofrío por dentro de tu cuerpo, y la emoción te invade como una ola cuando sube la marea. Y quieres quedarte allí y dar las gracias por todo lo que eres, lo que tienes, por tu vida y por tu alma. 


Pero no todo en el Kiyumizu dera es amor y felicidad: existen unos altares cubiertos por unas extrañas figuras llamados Jizos. Estas esculturas de piedra tienen forma de niño pequeño y suelen colocarle un gorrito o bufanda rojos. Tras ellos, miles de juguetes colgando de las paredes del altar. Al principio te acercas un poco desconcertado, sin saber muy bien qué tienes delante. E incluso si lo sabes, en un primer momento no asocias aquello que leíste con lo que tienes delante. Estos jizos son los protectores de los niños que murieron siendo bebés, también de aquellos que nunca llegaron a nacer. Reconfortan a la familia y cuidan del alma del pequeño, le muestran el camino y le dan paz. Curiosamente también protegen a los viajeros, aunque sinceramente prefiero que nos proteja cualquier otro. Acercarte a estos altares te produce una sensación nada agradable, es como una incomodidad, un desasosiego, unas ganas irrefrenables de alejarte de allí. Este altar de jizos fue el primero y único que visitamos. No digo que no vayáis (la curiosidad os hará ir) pero estad preparados para encontraros con algo inquietante.


A esta primera visita le siguen jornadas de largos paseos descubriendo los miles de templos que invaden Kioto, los jardines, las casas de té, las tiendas artesanas cubiertas de abanicos, telas y adornos para el pelo, todo lleno de colores alegres, cerezas, pasteles y flores mientras fuera nieva y hace un frío que te corta las mejillas.

El barrio de Gion es más conocido como “el barrio de las Geishas”. Allí verás propios y ajenos mirando en cada puerta, husmeando tras cada cortina para poder disfrutar por un segundo de la presencia de estas bellas e inteligentes mujeres, educadas para amenizar con su belleza, intelecto, educación y dotes artísticas a los personajes más influyentes de la sociedad nipona. No se venden, no son prostitutas como aún muchos creen, son simplemente mujeres interesantes que hacen, con su presencia, que toda velada que las tenga suba de nivel y adquiera un prestigio superior.


A la mañana siguiente, pasado el shock de los primeros momentos en Kioto, decidimos ir a visitar el Fushimi Inari. Como comentamos al principio, este templo es mundialmente conocido por tener torii naranjas de principio a fin marcando el sendero hasta lo más alto de la montaña. Está dedicado al dios del arroz, por lo que los comerciantes iban de peregrinación para que sus negocios y comercios prosperaran. Cada mercader que iba -y podía permitírselo- colocaba un torii naranja para pedir a Inari prosperidad para su negocio. Y así resulta que desde su construcción en el año 711 hasta ahora se han colocado un total de 32.000 torii o puertas naranjas (como dijimos al principio) que nos conducen hasta la cima del monte Inari a través de un camino con más de 1.200 escalones. 

Los zorros representan al dios Inari y también nos acompañan en forma de esculturas y pequeños altares contiguos al sendero principal durante todo el recorrido. Merece mucho la pena subir hasta la cima, aunque muchos se limitan a hacerse la foto y abandonar el sendero pasado sólo el primer tramo. Hacedme caso por favor, la meta está en lo más alto y es impresionante, pero lo realmente bonito es disfrutar del camino, mirar a tu alrededor, fundirte con el naranja de las puertas, quedarte sin aliento, parar en la casa de una señora a un lado del camino para recuperar fuerzas y tomar una bebida de arroz caliente, que te sonría, seguir adelante y descubrir que has llegado a la meta, que la inteligencia del zorro te espera. No tengas prisa por volver, no tengas miedo de hacer fotos, no olvides grabarte estos recuerdos en tu cabeza y en tu corazón. No te olvides de mirar. Y de ver.


No puedo -ni quiero- nombrar todos y cada uno de los templos, jardines, santuarios y casas que visitamos porque la lista sería interminable y aburrida de leer. Si que voy a nombrar dos en concreto que causaron un especial impacto en mí: el pabellón dorado o Kinkakuji y el pabellón plateado o Ginkakuji.

El Kinkakuji o pabellón dorado es otro de los muchos símbolos de Kioto, pero una de las cosas que más me sorprendió de este conjunto fue su tradicional casa de té, lugar donde hicimos nuestra primera Ceremonia del Té.

El pabellón es un templo que como su nombre indica está recubierto de paneles de pan de oro y situado magistralmente junto a un pequeño lago, otorgándole un sentido del dramatismo y la teatralidad excepcionales. Los árboles pelados, la nieve aún presente en los tejados y ese resplandor dorado en el agua confieren a este templo un carácter sobrenatural y majestuoso que hace difícil no salir de allí boquiabierto.

Aunque quemado varias veces durante la guerra y cambiado de dueño en varias ocasiones, el templo data del año 1.397 y aunque fue concebido como villa de descanso del shogun Yoshimitsu, actualmente sirve como templo Zen. Tiene tres plantas que albergan diferentes reliquias de Buda y esculturas de boddhisatvas. El lago que tiene a sus pies consta de numerosas islas y piedras que representan la historia de la creación budista. El propio lago se llama Kyoko-chi, que significa espejo de agua.


Tras él, un impresionante jardín japonés remata la escena. Lo recorremos entusiasmados pero de pronto una pequeña construcción llama nuestra atención: una casa de té vacía nos espera. Entramos, nos descalzamos y contemplamos las preciosas y solitarias vistas al jardín, mientras una señora vestida con el kimono tradicional aparece y nos ofrece una taza de té y un pastelito. Pero no nos lo ofrece de cualquier manera, sino que de pronto nos vemos envueltos en un ritual de gestos, donde se respira tradición, paz y respeto por cada segundo de esta ceremonia. El té amarga, el pastel es demasiado dulce, y esta combinación hace que ambos sabores se junten y den un resultado armonioso a los sentidos. 

Podría pasar aquí el resto de mi vida.


Quiero hacer un guiño al jardín seco de Ryoanji, un templito situado muy cerca de Kinkakuji y que tiene uno de los jardines más extrañamente espectaculares de Japón. ¿Sabéis esos pequeños jardines de piedras blancas y un rastrillo que venden en los chinos, esos que la gente llama jardín Zen o jardín budista? Pues todo viene de aquí, de Ryoanji.

Es uno de los jardines secos más grandes y antiguos que se conocen, data de 1.488 y su creador no dejó ninguna explicación sobre su significado, por lo que durante siglos ha sido un misterio descubrir el verdadero sentido o el por qué de su gran belleza.

Para verlo en su totalidad tienes que ir moviendo la vista mientras descansas sentado frente a los escalones de la sala principal, la cual termina en este espectacular jardín. 

La composición de la arena rastrillada y las piedras han dado lugar a un sinfín de teorías: hay quienes ven un tigre cruzando el río, hay quienes ven un árbol (estudio científico de la Universidad de Kioto, año 2.002), hay quienes dicen que es una interpretación del universo, o simplemente del vacío… me guardo mi opinión personal y te dejo e invito a que crees la tuya propia. 

¿Qué ves aquí? ¿Te gusta lo que ves?


El otro lugar que quiero destacar es el pabellón plateado o Ginkakuji. Este templo adquiere su nombre en contraposición al pabellón dorado, ya que la idea original era cubrirlo de plata, aunque esto nunca llegó a realizarse. Destinado originalmente como residencia del nieto de Yoshimitsu, éste shogun encargó que tras su muerte fuese convertido en templo budista, imitando así a su abuelo. Data del año 1.460 y contiene también un jardín japonés y un camino de bambú donde realmente respiras la esencia del Japón más tradicional.

Recorremos sus jardines y comenzamos a ver nuevos colores que marcan el fin de las nieves y el comienzo tímido de la primavera. Aunque el frío nos sigue helando los tuétanos.


Pero nuevamente no fue el pabellón ni el jardín lo que se grabó en mi retina sino el paseo hasta llegar a él. Conocido como el Camino de la Filosofía o Tetsugaku no michi, este paseo se construyó en 1.868 durante el periodo Meiji con un canal que alimentaría la primera planta hidroeléctrica de Japón. Dicho así no tiene mucho encanto, pero la cosa cambia cuando te digo que es un sendero que va en paralelo a un arroyo y cubierto de árboles y flores. ¿Mejor, verdad?

El camino obtiene su nombre gracias al profesor de filosofía Nishida Kitaro, quien hacía este recorrido a diario, uniendo su casa con la Universidad de Kioto. Su meditación diaria por este lugar estaba reforzada por el sonido del arroyo, por los cerezos flanqueando sus lados junto con los miles de flores, entre ellas hortensias y camelias, que están presentes a lo largo del año. El cambio de estación se vuelve mágico en este lugar y meditar por él es, a mi parecer, extraordinariamente fácil. Caminas por una línea de tres baldosas en paralelo hasta llegar a Ginkakuji, donde el camino muere para dejar paso al pabellón plateado.




HIMEJI
- Castillo y Monte Shosha con el Santuario de Engyoji - 


El frío que hace en Himeji hace que mis recuerdos se vuelvan un poco angustiosos. No sólo hace un frío que hiela sino que hace muchísimo viento. Llegamos a la ciudad muy temprano para ser los primeros en entrar al Castillo y así evitarnos las colas, pero lo que nadie nos contó fue que el camino hasta el mismo es una larga y desprotegida avenida que hace de embudo para el viento. Apenas puedo andar, no recuerdo un frío así en mi vida, pero todo lo malo tiene un final y conseguimos llegar al Castillo de Himeji en casi media hora desde la estación. No hay cafeterías abiertas en el camino que nos ayuden a hacer un descanso, por lo que la situación de “estoy atravesando el fin del mundo” aumenta bastante.

De nuevo paisajes distintos a los de las fotos: no nos encontramos un castillo de Himeji rodeado de cerezos en flor, sino una majestuosa y esbelta construcción rodeada de ramas sin hojas cubiertas de nieve, entremezcladas con el mismo blanco del castillo haciendo una estampa diferente pero hermosa y original. 


Entramos con tan sólo un par de japoneses por delante, cero extranjeros, a un castillo desnudo por dentro. Tras subir un pequeño laberinto de entrada -para evitar ataques enemigos- llegas a una zona donde vas caminando en recodo continuamente, girando y girando hasta rodear el castillo; nuevamente tácticas defensivas. Pero antes de la última curva vemos un par de senderos y una flecha que parece nos invita a pasar. Y allí que vamos: resulta que estamos entrando en los aposentos de la Princesa Sen, hija mayor del segundo shogun Tokugawa, dueño y señor del castillo. Son unos corredores largos y sencillos, revestidos en madera y que cuentan la dramática historia de este importante personaje para la historia del castillo, de Himeji y de Japón. 

La Princesa Sen era hija del segundo shogun de Tokugawa, por lo que sus matrimonios eran una gran estrategia diplomática. A la edad de 7 años la hicieron casarse con una familia rival -los Toyotomi- para asegurar la paz, pero esto sólo funciona unos pocos años ya que su marido se acaba suicidando por no poder proteger el Castillo de Osaka del asedio de la familia de su propia esposa. En esta afrenta su hijo será asesinado por las tropas de su propio abuelo, poniendo fin al linaje Toyotomi. Pero Sen sobrevive a este desastre y en consecuencia la casan una segunda vez también con fines políticos con Honda Tadatoki, nieto de uno de los generales de su abuelo- lo que les llevará a establecer su residencia en 1.617 en el Castillo de Himeji. Años felices pero cortos le esperan, pues tras dar a luz a dos hijos, su marido cae enfermo y muere de tuberculosis, yendo tras él su hijo de 3 años y la madre de la Princesa Sen, quién fallecería 6 meses después. Estos hechos provocaron que la Princesa se rindiera, retirándose a Edo para convertirse en monja budista hasta el fin de sus días.


El Castillo de Himeji también se conoce como el Castillo de la Garza Blanca por su color exterior, data del año 1.346 y está declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, como prácticamente cada rincón de este increíble país. 

La nave central está desnuda, tan sólo cubierta de madera por todas partes y ventanas que dan vista al exterior. Es sobrio, calmado, sin ninguna ostentación ni ornamentación más allá de los sujeta lanzas que hay incrustados en las paredes. Son 7 plantas -seis más sótano- cuasi cuadradas que te permiten recorrer el interior del castillo de abajo a arriba en disminución para llegar a lo más alto y contemplar un inigualable paisaje. 


Pero a pesar de ser repetitiva, no puedo más que decir -de nuevo- que lo que más me impresionó no fue el Castillo sino otro rincón aún más oculto, que casi no sale ni en las guías y que muy poca gente (ni extranjeros ni los propios japoneses) visita, y mucho menos en esta época del año. Me refiero al Monte Shosha y al Santuario de Engyoji.


El Monte Shosha está situado a una hora y pico en autobús desde Himeji, es de difícil acceso por el poco transporte público que llega hasta allí pero alberga uno de los mayores centros de peregrinación de Japón: el Santuario Engyoji. Aunque no lo creas, estás harto de ver este santuario. ¿Recuerdas la película El Último Samurai, cuando Tom Cruise habla con Katsumoto en un pórtico de madera? Pues ahí lo tienes: uno de los edificios principales de Engyoji.

Para llegar hasta él has de tomar un funicular que te lleva a lo que parece la cima del Monte Shosha, pero tranquilo, aún te queda mucho camino hasta llegar. 

Imagina: un bosque verde y frondoso donde los tuyos son los únicos pasos que oirás en el camino, donde la vereda está flanqueada por budas y boddhisatvas que guardan el lugar, donde el sendero es sinuoso y abrupto, pero también más bello a cada paso. Subes, subes y subes y de pronto bajas un poco, atraviesas un pequeño puente y ahí está. Majestuoso aparece ante ti una imponente construcción de madera del año 970 llamado Maniden, un templo budista dedicado al boddhisatva de la compasión con una terraza desde donde se ve todo el monte y una calma y tranquilidad difíciles de encontrar en este mundo, en pleno siglo XXI. Entras de nuevo descalzo, el frío se hace notar a través de la madera y el silencio te invade cuando miras al altar en penumbra. Recorres el oscuro interior con el único sonido del crujir del suelo bajo tus pies y entonces entiendes el por qué de este sagrado lugar. Nada que haya visto antes se asemeja a la sensación que me produce este templo.


A unos 15 minutos de él aparece el escenario de muchos sueños, el patio principal o Mitsunodo y sus tres templos rodeándole, con el gran hall frente a nosotros, escenario fundamental en la mencionada película El Último Samurai. La colosal estructura te deja sin aliento y te sientes pequeña cuando miras desde el patio e imaginas el gentío otrora silencioso, rindiendo pleitesía a los lores del lugar. Es uno de los lugares más mágicos que jamás podré visitar.

Pero la tarde cae y es hora de volver. Tras de nosotros, uno de los lugares y experiencias más intensas e inolvidables que llevaremos en nuestra mochila de recuerdos.




NARA


A una hora escasa de Kioto tenemos Nara, un pueblo pequeñito y encantador, más conocido de lo que podáis pensar en un primer momento. ¿Os suenan esas fotos de ciervos campando a sus anchas y acercándose a la gente? Pues eso es Nara, un conglomerado de templos antiguos salpicado de ciervos salvajes por todas partes. Pero no te asustes, Nara es muchísimo más que eso.

Fue capital de Japón durante un breve periodo de transición durante el siglo VIII, momento en el que se construyeron la mayoría de los templos que hoy en día visitamos y momento también de máximo esplendor en la literatura japonesa:

Obras como El Kojiki (Registro de cosas antiguas) compilado por Ono Yasumaro en 712 a partir de fuentes anteriores o el Nihon Shoki (Crónica de Japón, también conocido como Nihongi) escrito por un comité de eruditos de la corte, salen ahora a la luz entre muchas otras. En el Nihongi se describe la “Era de los Dioses”, cuando el mundo fue creado y los dioses gobernaron hasta tomar la decisión de retirarse para dejar que la humanidad se gobernase a sí misma, explicando así el origen divino de los hombres. Tambien aparece en este momento el Fudoki, obra del año 713 donde aparece por primera vez un registro completo de los Kamis locales y sus leyendas asociadas.

Pero como decíamos, las letras no son el único arte que florece en este momento en Nara, también se construyen la mayoría de los templos que podemos ver hoy en día. ¿Mi favorito? Ahora te cuento…


Construido en el año 728 y quemado varias veces a lo largo de la historia, lo que hoy vemos es sólo un 33% del edificio original, siendo a pesar de todo el edificio de madera más grande del mundo. Hablamos, como no, del Todaiji, un monumental templo budista situado en pleno parque de Nara y en cuyo interior alberga el daibutsu -gran buda-, una escultura de buda de 16 metros y 500 toneladas en bronce, construido en el año 751.

Te detallo todas estas cifras para que intentes entender lo que supone estar de pie ante algo así… aunque por muchos números que leas, no hay nada que asemeje la sensación de plantarte delante de un buda de 16 metros, créeme. 


Además, el lugar en sí es mágico, entrañable, amable. Me has leído escribir ya en varias ocasiones la paz que respiras en Japón, pero este lugar es aún más tranquilo, quizás por sus dimensiones, por sus gentes, por sus ciervos. Es como caminar por un cuento de hadas. Cuando comento con otros viajeros este viaje, todos coinciden en señalar Nara como uno de los mejores sitios donde ir. Sus calles están llenas de artesanías, la comida es deliciosa y variada, el parque es acogedor, hasta los ciervos te hacen reverencias para que les des de comer. Y los templos ya sabes… no hay lugar más hermoso que el interior de un templo japonés ya sea budista, zen, sintoísta o cuatro simples paredes de madera. 


Buscándole un “pero” a Nara, me he dado cuenta de que lo único que puedo decir es que a Nara le faltan farolas. Sí, sí, farolas, has leído bien.

Por la noche salimos a cenar y a dar un paseo por el parque, creyendo -pobres de nosotros, románticos europeos- que habrían puesto en los sinuosos caminos algún tipo de iluminación, ya fuere en forma de farola, de vela o de candil, que nos ayudara a ver en la noche y a pasear por los oscuros templos. Nada más lejos de la realidad. Nos adentramos en un bosque sombrío sin más iluminación que la linterna del móvil, con paso raudo y agitado, arrepintiéndonos en cada pisada de haber elegido ese camino pero con el corazón a pleno rendimiento, emocionados por ver qué nos depara esta nueva aventura.

Pero de pronto bajamos el móvil y descubrimos atónitos cientos, miles de pequeñas lucecitas brillando en una oscura noche sin luna. No son luciérnagas -recordar que estamos en enero- ni el reflejo de los copos de nieve, ni el destello del metal de las papeleras… son los cojos de los ciervos que, tumbados, nos miran atónitos y extrañados, pensando qué narices hacemos allí. Ponte en su lugar: estás durmiendo plácidamente tras un día de juegos con humanos de paseos y reverencias cuando por fin cae la noche y te vas a dormir, pero en mitad de tu sueño aparecen dos personitas andando rápido, entrando en tu tranquilo y nocturno mundo de descanso. 

Efectivamente, yo también les miraría a ver si se van. Y eso hacemos, andamos intentando mantener la calma pero con un paso extrañamente acelerado. Tenemos que salir de ahí.

Tras más de media hora andando bajo la atenta mirada de todo un parque de ciervos, volvemos al centro de Nara, paseamos -ya a ritmo normal- hacia nuestra cama, nos damos un baño caliente y caemos en un sueño reparador pues mañana nos esperan más aventuras, esta vez con luz…




NIKKO


Nikko nos recibe con un tren vacío y lleno de nieve, una estampa que ni sacada del más lindo de los cuentos. Subimos y subimos hasta llegar a una montaña alta y profunda, nos refugiamos bajo el puente rojo y continuamos subiendo por unas escaleras blancas por medio del bosque, con templos ancestrales que coronan la cima. Pero estos templos son distintos, recargados gracias a la influencia china, cubiertos de oro hasta rozar el barroco, con colores, tallas de animales y un gran trabajo artesano propio de la más fina orfebrería tradicional, con madera tallada y policromada.

Este es un lugar de culto para los japoneses puesto que además de templos, este lugar alberga el mausoleo del shogun Tokugawa Ieyasu conocido como Toshogu. De este señor, querido y admirado por todos, se dice que trajo la paz y prosperidad a Japón, sumiéndolo en una época dorada. 

El santuario fue construido en 1.634 durante los primeros años del periodo Edo y durante dos años, más de 15.000 artesanos y carpinteros de todo el país trabajaron en la construcción del mausoleo que contendría las cenizas del shogun. Accedemos a él a través de una gran avenida flanqueada por 13.000 cedros que concluye en un gran torii de granito.


Pero uno de los momentos más dulces que nos regala este viaje (ya te dije que sólo contaría dos o tres) no fue la majestuosidad de los templos o del invernal paisaje. Hay un templo cubierto con lonas, sumido en una profunda restauración, con personal subido en el techo y grúas por todas partes, pero que nos ofrece una estampa que pocos tienen el privilegio de contar entre sus recuerdos: entramos tímidamente y vemos que el interior del templo está repleto de japoneses, de gente local que aguarda la llegada del sacerdote budista para comenzar una ceremonia. Pregunto con sigilo si podemos quedarnos y amablemente asienten con la cabeza. Nos sentamos y a los pocos minutos aparece el monje, se sienta y comienza la magia. 

Cánticos al son de enorme tambor, mantras en japonés antiguo, una modesta campana y un hombre entregado en cuerpo y alma al ritual sagrado que allí se ofrece. 

No hace falta entender la lengua para sentir la energía del lugar y ver cómo adoran a figuras que representan virtudes amables, compasivas, sin rastro de temor ni odio sino de comunión y espiritualidad.

Éstas son las experiencias que marcan la diferencia y que te graban los lugares a fuego en el alma más que el frío, que la nieve, o que un paisaje de ensueño.


Tras recorrer los nevados caminos y atravesar puertas y pagodas, decidimos entrar en calor con una buena sopa de ramen, tomar fuerzas y volver a la agitada Tokio con lágrimas en los ojos, por todo lo visto en el día de hoy y porque tomamos consciencia de que el viaje se acaba.




TOKIO
- Odaiba, Akihabara -


La vuelta a Tokio significa que el viaje ya va terminando, que tenemos que pensar en ir haciendo las maletas de nuevo, que es hora de irse. Pero antes de irnos, nos esperaba una pequeña traca final llamada Odaiba.

Odaiba es la bahía de Tokio, una isla artificial conectada con el centro por el Puente Arcoiris y construida por motivos defensivos en 1850. Aunque originalmente se planteó armar la isla con un total de once baterías -Daiba en japonés significa “batería de cañones”- finalmente sólo cinco llegaron a completarse y aún podemos ver restos de esas baterías, de esos cañones de defensa si paseamos por sus tranquilas veredas. 

Pero la moderna isla de Odaiba comenzó a tomar forma en 1941 cuando Japón se abrió al mundo y cuando el puerto de Tokio empezó a utilizarse para intercambios comerciales. 

En la década de los noventa el gobernador de Tokio vio la isla como un lugar donde mostrar el estilo de vida futurista de los japoneses, algo por lo que actualmente siguen siendo reconocidos como los mejores del mundo. Grandes compañías como Fuji TV trasladaron allí su sede, siendo acompañada por una importante proliferación comercial en la zona, seguida por grandes edificios de acero y cristal e imponentes construcciones hoteleras. Un monorail conectaría ahora Tokio con la isla, acentuando ese carácter futurista tan marcadamente nipón.

Odaiba es un lugar mágico, un Japón diferente, un rincón oculto de los muchos que ofrece esta infinita ciudad.


Y tras ella volvemos al Tokio más revolucionario y tecnológico, en esta ocasión para perdernos y morir entre neones, juguetes, robots, frikis y coleccionismo exacerbado. Todo esto tiene un nombre: Akihabara. 

Es impresionante de ver, pero no me siento capacitada para describir y descubriros con detalle los pormenores de este Japón. Me quedo con el Japón tradicional de templos, campanas, ritos y matchas, y os invito a que viajéis a este otro Japón de la mano de un experto, de mi compañero de viaje quién entiende, interioriza y siente la cultura moderna japonesa como si fuera la suya propia -porque realmente lo es- y creedme cuando os digo que no habrá nunca nadie que os guíe como él. Os dejo en buenas manos.


Akihabara es uno de los barrios más famosos y conocidos de Tokio y por qué no decirlo, del mundo. En el pasado, dicho barrio era el centro de la electrónica de este precioso país y durante los últimos años ha ido experimentando un florecimiento mayor si cabe, convirtiéndose en un paraíso para todo amante de la cultura Otaku. 

Aunque Tokio tiene varios lugares que comienzan a pisar los talones de Akihabara - como Ikebukuro y Nakano Broadway (mi favorito) - lo que respira en el ambiente de Akihabara no se puede encontrar, de momento, en ningún otro lugar de esta gigantesca urbe:

Miles de luces de neón, sonidos estridentes, chicas ataviadas de colegialas y sobre todo el consumismo más bestia que puedes encontrar son sólo algunas de las peculiares características de este barrio tan especial. Tiendas de electrónica, duty free, recreativos y fotomatones inundan cada esquina, cada calle y cada rincón de Akihabara. Pero por encima de todo lo demás, sus aceras están tomadas por cientos de tiendas dedicadas a la cultura pop japonesa, al manga y al anime. 
Metafóricamente hablando, Akihabara es un Son Goku cabalgando a lomos de Godzilla o una Hello Kitty paseando en la moto de Kaneda, de Akira. 

Es uno de los lugares más extraños, diferentes y a la vez molones del planeta. 

Y cuándo el cansancio apremia, refúgiate en una cafetería que, como habrás adivinado, no se limitan a servirte café sino que la mayoría están tematizadas de las cosas más tiernas y absurdas al mismo tiempo. Así encontramos el café de Final Fantasy, cafés de erizos, de gatos, de búhos…

Me declaro un gran fan del Tokusatsu (podría traducirse como efectos especiales), género de señores enfundados en un traje de goma con forma de monstruo que destruyen maquetas a escala del país nipón. Todos sabréis de qué hablo si os digo que Godzilla es uno de éstos tokusatsu. La aficción de este país por dicho género no tiene límites y la lista de “señores en trajes de goma” es eterna: hablaríamos de Ultraman, Gamera, Kamen rider, Rodan, Baragon, y un largo etcétera.

Por tanto ya os podéis imaginar lo que se encuentra en un lugar así si nos metemos con series más famosas como Bola de Dragón o Naruto. Como dato os digo que encontré un porta-rollos de papel higiénico de Ultraman. 

Nosotros vamos a Akihabara un domingo, uno de los mejores días para acercarse hasta allí, está hasta la bandera de gente pero agobia bastante menos por el simple hecho de que la calle principal que atraviesa Akihabara, Chuo Dori, está cortada al tráfico durante toda la mañana y parte de la tarde, por lo tanto hace mucho más accesible el lugar para dar un paseo.

Tiendas como Animate, Sofmap, Mandarake o Yodobashi Camera son de obligada visita. 

Pero las sorpresas del barrio no se limitan a series de anime y manga más o menos conocidas, a cafés de gatos y gente rara en general andando por la calle. Akihabara también es el paraíso de los gamers, especialmente si lo que se buscan son videojuegos retro. Sus tiendas se cuentan por decenas y se pueden encontrar juegos por 20Yen -unos 15 céntimos de euro- algo absolutamente impensable a este lado del mundo.

En definitiva, Akihabara es - guste o no el manga - un lugar para perderse y observar como los japoneses enloquecen cada vez que entran a una tienda.

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